Tiempo Argentino // 06-08-10 // Una disyuntiva de hoy: ¿Caramelos o acero?

Publicado en por Opiniones Creadas

Los brillantes economistas de la dictadura decían que era lo mismo producir caramelos que acero. La desarticulación productiva de la Argentina fue consecuencia de esta concepción.


  El tamaño del territorio de nuestro país es equivalente al 65% de la Unión Europea y su población no llega al 10% en relación con el Viejo Continente. Para mejor, el país cuenta con una gran dotación de recursos naturales como los energéticos, hídricos, alimenticios y una gran biodiversidad.
Esa gran provisión de recursos generó la fantasía de que con la simple transformación y explotación, el país podría generar un esquema de crecimiento económico sostenible en el largo plazo. La actividad agroalimentaria en la Argentina es apenas el 15% del PBI y genera 1,5 millón de puestos de trabajo sobre un total de 17 millones.
A pesar de la contundencia de los datos, cada vez son más las voces tanto políticas como académicas que reproducen una propuesta modernizada del viejo modelo agroexportador al que llaman agroindustrial.
En síntesis, esta visión sostiene que la Argentina debe concentrarse en aquellas actividades en las que tiene ventajas comparativas naturales, a las que deberían agregarse algunos nichos en actividades como el software y la biotecnología en donde este país ya tiene algún tipo de capacidad.
Nuestra historia reciente nos ha demostrado que este tipo de especialización productiva no alcanzó para sostener a la población en niveles de bienestar razonables.
Las medidas económicas que se fueron tomando a partir del año 1976, centradas en la liberalización comercial y financiera, generaron un contexto macroeconómico favorable a la orientación de la estructura productiva hacia las actividades con ventajas comparativas.
Planteaban los brillantes economistas de la dictadura que era lo mismo producir caramelos que acero. La desarticulación productiva, la desaparición de ramas enteras de actividad y la pérdida de capacidades tecnológicas y humanas fueron consecuencia directa de esta concepción.
Si analizamos las consecuencias macroeconómicas, los resultados no son más alentadores. El esquema comercial argentino consistió en exportar productos de bajo valor agregado e importar productos de alto valor agregado, generando un déficit comercial que frenó el crecimiento y obligó a generar ingresos en dólares mediante endeudamiento e inversiones extranjeras.
Esta dinámica sólo era posible en un mundo donde sobraban los dólares en los momentos en que cambiaba la situación internacional, y escaseaban dólares cuando la actividad económica se contraía. La volatilidad de la situación macroeconómica y el pobre desempeño en términos de crecimiento (recordemos que el producto per cápita estuvo estancado durante casi 30 años, mostrando crecimiento recién a finales de 2006) ha sido un resultado de esta orientación productiva. Este modelo llegó a su fin por inconsistencias internas en el año 2001, dejando como resultado la crisis social y económica más profunda que recuerde nuestra historia económica. 
Para los que piensan que fue nuestro país el que fracasó y no esta visión del desarrollo basta, con observar lo que ocurre en los países industrializados: los países exitosos han sido aquellos que lograron diversificar y aumentar el valor agregado y contenido tecnológico de lo que producen.   
Para un país como la Argentina que tiene la octava mayor superficie entre los países, con una cantidad de habitantes que le da el puesto 32, y un producto por habitante que la deja en el lugar número 23 en el concierto de naciones del mundo, la industrialización no es una opción sino una obligación para el desarrollo nacional.
 Jorge Schvarzer señalaba la incoherencia del argumento de la especialización en las actividades con ventajas comparativas naturales y sostenía que “los Estados Unidos producen el doble de soja y cinco veces más maíz que la Argentina y nadie dice que es un país agropecuario. Es un país industrial que tiene una enorme producción agrícola.”
A partir de 2003, la Argentina recreó condiciones para poner en marcha un modelo de desarrollo económico, abriendo el camino a una industria nacional competitiva, con incorporación de valor agregado y tecnología. Desde el año 2002, la industria alcanzó  niveles récord de producción y crecimiento con un dinamismo que favoreció a todos los sectores y regiones. Entre 2002 y 2008 de cada 100 pesos que aumentó el producto bruto de nuestro país, los sectores industriales aportaron 51 mientras que el agro aportó sólo 8.
La consistencia de este modelo de desarrollo económico con orientación productiva se ha mostrado no sólo en la mejora del empleo, la inversión, el ahorro público y privado,  y las exportaciones, sino también en la fortaleza del país para enfrentar la feroz crisis financiera internacional iniciada por el estallido de la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos en septiembre de 2008.
Es el año del Bicentenario de la patria y sería importante que podamos construir un consenso fundamental: la riqueza y el desarrollo no vendrán de mano de la naturaleza, sino del esfuerzo colectivo para realizar actividades productivas más complejas y con alto valor agregado.

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